En algunos momentos de la lucha, cuando nos hallamos especialmente preocupados por lo que «no va» en nuestro entorno, en nuestra comunidad, en nuestra familia o en nuestro medio eclesial, y nos sentimos tentados de desalentarnos y bajar los brazos, esto es lo que deberíamos decirnos: pase lo que pase, sean cuales sean los errores y faltas cometidos aquí y allá, esto no nos quita absolutamente nada. Ni siquiera el vivir entre gente que comete pecados mortales desde que se levanta hasta que se acuesta puede impedirme que ame al Señor y sirva al prójimo, ni me priva de ningún bien espiritual, ni es obstáculo para que yo siga dirigiéndome a la plenitud del amor. Aunque a mi alrededor el mundo se desmoronase, nada me quitaría la posibilidad de rezar, de amar a Dios y de poner en Él toda mi esperanza.
Por supuesto que no se trata de encerrarse en una torre de marfil y volverse absolutamente indiferentes a lo que sucede junto a nosotros, ni tampoco de permanecer siempre pasivos. Cuando en nuestro entorno surgen problemas, claro que debemos desear que se resuelvan, además de discernir lo que Dios quiere de nosotros: ¿debo intervenir?; ¿está en mi mano, de un modo real y concreto, hacer algo? Si la respuesta es afirmativa, sería un pecado de omisión no hacer nada.
Lo que quiero decir es que, aunque parezca que todo marcha mal, es absolutamente necesario preservar esa libertad nuestra de continuar esperando en Dios y sirviéndole con entusiasmo y alegría. En efecto, el demonio a menudo busca cómo descorazonarnos, desmoralizamos o hacemos perder la alegría de servir al Señor, y uno de sus métodos preferidos consiste en inquietarnos con lo que nos toca de cerca.
Supongamos que formo parte de una comunidad: el demonio, con el fin de hacerme perder todo mi dinamismo y mi energía espiritual, se las arreglará para que me fije en un montón de cosas negativas, tales como el comportamiento injusto de los directores o de los hermanos, sus errores, su falta de fervor, sus pecados a veces graves, etc. Entonces se abatirá sobre mí una carga de inquietud, de tristeza y desaliento, que irá minando poco a poco mi propio impulso espiritual: ¿de qué sirven tantos esfuerzos por rezar, o por ser generoso, cuando existen tantos problemas entre nosotros? Y enseguida nos asalta la tibieza… Tenemos que detectar cómo actúa la tentación y reaccionar diciendo: pase lo que pase, no tengo nada que perder; debo conservar mi fervor, y continuar amando a Dios y rezando con todo el corazón; debo amar a las personas con las que convivo, incluso aunque no sepa en qué acabará esta situación. No pierdo el tiempo ni me equivoco intentando amar en lo cotidiano: este amor nunca será en vano. «Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor», dice San Juan de la Cruz.
Por el contrario, si me entristezco y los problemas que existen en mi entorno me llevan a perder el fervor, no resolveré nada: sólo añadiré mal sobre mal. Si el pecado que me rodea me conduce al desasosiego y el descorazonamiento, únicamente acelero la propagación del mal. El mal no puede vencerse más que con el bien, poniendo freno a la difusión del pecado con nuestra devoción, nuestra alegría y nuestra esperanza, haciendo hoy el bien que está en nuestra mano sin preocupamos del mañana.
JACQUES PHILIPPE.
LA LIBERTAD INTERIOR